Fuimos inseparables desde los últimos años de infancia hasta el final de nuestra adolescencia, pero tenía que decir mi nombre al entrar porque tus ojos empezaron a oscurecerse. Quiero pensar que sabías quién era por la voz y no tanto por mi nombre.
Mientras te contaba de la vida afuera de tus ventanas alargadas cubiertas por cortinas color hueso hasta el piso, tu cama individual con la cabecera metálica y los ganchos con tus medallas de futbol, intentaba creer en cuanta deidad recordaba. Probé con Jesucristo, Alá e incluso con la Madre Tierra y el Universo. A todos les dije lo mismo: Por favor, sólo un milagro.
Recordé la primera vez que cruzamos palabras, íbamos en quinto grado y yo era nuevo en la primaria. Te compartí la mitad de mi sandwich cuando otro niño sin querer te empujó y dejaste caer el tuyo. Al día siguiente tu madre envió para mí un recipiente de yogurt lleno de galletas de vainilla caseras. Desde ese momento compartimos todo, incluso cuando mi novia me rompió el corazón en el primer año de prepa y no quería salir de casa ni comer, fuiste tú quien me invitó al equipo de futbol donde eras el portero. Al final de cada partido íbamos a tu jardín a celebrar con una cajetilla y unas cuantas cervezas.
Siempre me gustó tu casa. En tu familia todos se sientan a comer a la misma hora. Iba tan seguido que tu papá reparó la silla que faltaba del comedor y de vez en cuando tu madre me pedía hacer el mandado. Ella nunca nos regañó cuando nos encontraba en el jardín con nuestra rutina de inhalar y exhalar humo. Todo lo contrario a mi casa.
Mis hermanas nunca te agradaron del todo, y la verdad es que a mi tampoco. Bajan las escaleras indiferentes y a penas saludan, cada día parece que tienen toda la prisa del mundo y nunca el tiempo suficiente para detenerse a intercambiar ni siquiera un par de frases. Siempre incitan a mi madre a prohibirme fumar y se enojan porque olvido recoger las colillas del jardín, dicen que es casi tan malo dejarlas ahí como verter aceite quemado en la tierra. Tampoco entran a mi cuarto porque dicen que huele a humedad y que debería abrir las ventanas para dejar que el viento se lleve todo ese aroma como a muerto.
Ayer en la noche escuché a los perros ladrar mientras giraba horizontal en mi hamaca de colores. Me levanté al fin dándome por vencido, saqué un cigarro de la cajetilla y sentía como en cada exhalación un poco de ti parecía desvanecerse en el humo mientras en mi mente te veía más claro: tu cuerpo grande y casi tan alto como el mío, el lunar al lado de tu boca, tus pestañas largas coronadas por tus cejas pobladas, la cicatriz de varicela en tu sien derecha, e incluso tu cabello de antes de las quimios.
En la terraza las colillas se acumularon tanto que iba a ser difícil esconderlas, las dejé caer sin escoger dónde mientras caminaba por todo el espacio, rodeando las macetas de las plantas con flores. En ese momento fue lo de menos cuando en la llamada escuché a tu madre decir “se ha ido” mientras se le cortaba el aire.
Sentí que el humo dentro de mi boca era el aire que me faltaba para respirar. Cerré los ojos con tu cuerpo completo frente a mi, con mis manos frías apreté mi pecho al sentir que los músculos se contraían fuerte como si estuvieran intentando parar mi corazón y luego como si evitaran que se cayera a pedazos. Creí que ni Alá, ni Jesucristo, ni la Madre Tierra ni el Universo respondieron, pero justo en ese momento recordé que al salir de tu habitación la última vez miré a tu madre sentada en una silla junto a la ventana, con la luz de la tarde sobre su rostro y los ojos cerrados pedía que dejaras de sufrir. Fue entonces cuando supe dónde estaba mi milagro.
Te retuve todo el tiempo que me fue posible pero abrí los ojos y en ese último exhalo te dejé ir cuando la brisa que barría las hojas se llevó también el humo y dejó caer las primeras gotas. Mi última colilla en tu honor se quedó sobre la tierra, llueve y se contamina el agua, pero esta noche los perros descansarán.
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Cynthia Flores (Mérida, 1995) es arquitecta por la Universidad Autónoma de Yucatán. Empezó a escribir constantemente hace poco más de un año en el taller que imparte Ricardo Guerra, al que llegó casi por casualidad. Empezó como un modo de canalizar mis sentimientos y hoy le ha dado la satisfacción de poder publicar por primera vez.
© Con imagen de Anna von Hausswolf, dibujo de interiores del disco “Dead magic”.
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