Postrada en su hamaca, Catalina recordaba todas las humillaciones que había pasado a lado de su marido, pero también la invadía un sentimiento de nostalgia; el aire de los difuntos le daba las imágenes en su cabeza. Recordaba a su madre quien siempre le decía ──Mija, recuerda que Catalina es el significado de la pureza y que, así como tú, todos tus ancestros tuvieron tareas importantes──. Ese recuerdo la reconfortaba, así pues, decidió que este año, que se encontraba sola, pondría el altar y las ofrendas, ya que, por esos tiempos todos sabían que los Xmen o brujos, salían más que de costumbre y mejor era no arriesgarse.
Su madre había muerto un año anterior a su embarazo. Después de eso, Catalina decidió que había llegado al límite, a duras penas tenía para comer, y el desgraciado de su esposo no le daba para los cinco chamacos que lloraban alrededor de ella en su hamaca; además su madre, quien era su partera, ya no se encontraba con ella para ayudarla a dar a luz al niño que venía en camino.
Con mucho trabajo se levantó, los hilos morados de algodón de su vieja hamaca se le pegaban en los brazos, las marcas en formas de rombo en su piel mostraban que había pasado largas horas acostada sin que se diera cuenta. Comenzó a preparar algo de comida que había comprado con los pocos centavos que su marido le había dejado, cuando un estruendoso ruido alborotó el corral de gallinas y el grito de uno de sus hijos que se lamentaba hizo que Catalina soltara el tazón que sostenía. Corrió hacía donde escuchó el lamento y, con los ojos dilatados, observó que los conejos que yacían en un rincón apartado del corral no tenían cabeza; hilos de sangre emanaban de sus pequeños cuerpos.
Rápidamente apartó a su pequeño quien sollozaba y juntos entraron a la casa. Catalina se quedó pensando en lo sucedido, pues algo así no había pasado en mucho tiempo.
Era domingo por la tarde. Cuando su marido llegó iracundo y colérico, como era costumbre, tras una semana sin verlo, al acercarse a ella pudo percibir el olor a alcohol. Puso los ojos en blanco y quería ignorarlo, pero su sola presencia la distraía en sus quehaceres. Quería dejarlo., ¿Cómo es que no se había atrevido antes? pensaba, pero era claro que necesitaba mucho esos centavos que le tiraba sobre la mesa, ella con cinco chamacos y uno que venía en camino, no podía hacer nada.
Había decidido no tener más niños, pero cuando quiso manifestárselo a su marido, un fuerte temblor, acompañado de sudor y mareos invadieron su cuerpo, quiso posponer su propuesta. Catalina giró la cabeza, sus verdes ojos se humedecían, sus ásperas manos temblaban y por fin habló. No terminó de formular la oración y de revelar sus porqués cuando abruptamente su marido tomándola del cabello la arrastró en la única y pequeña habitación que conformaba su casa ──si no tienes más hijos conmigo, solo puede significar que me estas engañando ──vociferó su marido, quien irritado salió en zancadas de la casa. Con la mirada ausente lo único que reconfortaba a Catalina es que lo volvería a ver hasta la semana próxima.
Esa noche, cuando a duras penas había logrado que sus hijos durmieran por el hambre que tenían, Catalina salió de su casa de huano un poco triste, con la cabeza baja meditabunda, en la oscuridad de la noche sus ojos verdes brillaban, el sereno resecaba sus labios, labios que susurraban y danzaban con ideas imposibles. Caminando por el monte se le ocurrió la idea de ir por agua al pozo que estaba a unos cuantos metros de su casa, a pesar de que no había luz y los aires por la llegada de octubre habían cambiado, tenía la certeza de que más daño hacen los vivos que los muertos, como dicen por allá. Cuando por fin llegó cerca del pozo, le pareció que algo crujió entre las hojas que le rodeaban, una figura pequeña se deslizaba entre los árboles, no sé asustó, no era su primer encuentro con estos seres, pero sabía que podían ser malos sino guardaba su distancia. Así que comenzó a retroceder cuando un silbido la rodeo, sintió una presión en su vientre, quedó petrificada. Unos ojos saltones y oscuros como de zarigüeya la miraban. Catalina cerró los ojos, el bebé que llevaba en su vientre comenzó a retorcerse como si fuera una parvada de aves quisieran salir del encierro. Catalina decidió correr hacia su casa, pero antes de que pudiera hacerlo tuvo la sensación en ese instante de quedar inmóvil, la figura con ojos de zarigüeya la seguía mirando, era pequeña y le hizo una seña con las manos. Entre las sombras y la penumbra, una sonrisa se le escapó a Catalina, la figura de grandes ojos desapareció entre el monte.
A la mañana siguiente, tuvo el valor de contarle lo que había sucedido a su hermana y esta le dijo ──¡Uay! Has tenido suerte, los aluxes siempre vienen a darnos mensajes pero no con todos son compasivos, sobre todo, si no les pones su ofrenda──. Era el Día de Muertos y juntas fueron a recoger leña y flores, el interior de su cabeza susurraba mientras su hermana formulaba oraciones que no alcanzaba a oír. Preparó algunas infusiones que colocó sobre la mesa.
Ese día sin previo aviso, llegó su marido, Catalina no podía sentir más que rabia porque no podría rezarle a sus muertos. Mientras colocaba las flores en la mesa, en un arranqué de cólera, su marido vociferó ─Al único que tienes que servir es a mí, trai pa’ acá─ dijo, mientras destruía los pocos recuerdos que se almacenaban en la mesa. Tomó la infusión de una de las jícaras que burbujeaba de sus chuecos dientes que formaban una sonrisa burlona.
Su marido se sentó en un banquillo mientras intentaba parlotear, cuando una tos asfixiante invadió su pecho. Jadeante miraba a Catalina. Un pequeño hilo de sangre corría de su nariz a sus pies descalzos.
Catalina tomó a sus hijos y los dirigió a la calle mientras corría pidiendo ayuda. En esos días que un Alux se presentó, que su madre partió, que los conejos amanecieron sin cabeza, que podía escuchar la inmensidad de la lluvia y el monte a través de sus pensamientos con los ojos cerrados, Catalina sabía que, por fin, nunca más volvería a ver a su marido. En ese instante recordó la pureza que llevaba en su nombre, así se lo había dicho su madre, partera y la madre de su madre, curandera.
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Amairani Núñez Dzib es licenciada en Literatura Latinoamericana (UADY), integrante de la Red Literaria del Sureste y el grupo Son Jarocho en Mérida. Fue becaria del verano de investigación (CONACYT, 2018), docente en Educación Artística (2019-2020), ha participado en la escritura del textos de sala para exposiciones de arte en Le Cirque y Galería del ISSSTE, ha impartido talleres de literatura para niños en la FILEY y ha participado como ponente en la misma. Actualmente labora en el área de corrección-vinculación en la Revista de Temas Antropológicos (UADY) y como creadora de contenido en su marca de ropa Crisálida.
© Imagen tomada de la película Monty Python and the Holy Grail.
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