La siguiente es una crónica realizada por Jorge Luis Mendívil en base a una entrevista con un ex militar que prefirió no decir su nombre, sobre su experiencia en la institución castrense mexicana.
Cuando acabé la prepa no sabía qué hacer, solo sabía que tenía que trabajar. En mi pueblo, que está en Veracruz, te vuelves albañil, obrero en una granja de pollos o campesino. Casi no hay más. Algunos se van a Estados Unidos, otros buscan oportunidad en la Ciudad de México o en diferentes estados del país trabajando de albañiles. Yo me dediqué cuatro meses a la venta de productos naturistas, como lo hacía mi papá, en los autobuses de los alrededores de mi pueblo. Me fui a vender a las rutas del estado de Puebla, alternando entre ciudades y pueblos. Eso solo lo hice por dinero, pero yo sabía que no era lo mío. Hubo un punto donde un amigo muy cercano me ofreció trabajar para una organización criminal, prácticamente como aprendiz, para ver si podía funcionar como jefe de plaza en algún momento. Me ofreció formar un barrio y empezar a controlar el piso cobrando cuotas, porque ese grupo del crimen organizado venía bajando de Tamaulipas y querían tomar poder entrando al centro del país. Esa vez él llevaba dos pistolas, una para mí y otra para él. Piénsalo, me dijo, te lo ofrezco como amigo. Y como amigo, salí corriendo. A los seis meses de eso ya no volvimos a saber nada de él. Quince días después de la propuesta, mis padres me obligaron a hablar con mi hermano. Me dieron el teléfono y me dijeron que él quería hablar conmigo, pero era mentira, a mi hermano le da igual si habla o no habla con nosotros. Tuvimos una plática muy aburrida, solo nos decíamos Qué onda. Podían durar hasta uno o dos minutos los silencios incómodos. Le comenté que ya había terminado la prepa y, como él era soldado en el cuartel de San Ignacio, Sinaloa, me propuso irme para allá y entrar al ejército. Le dije que sí. Fue todo.
Debíamos dirigirnos a La Noria para capturar a un grupo de delincuentes del crimen organizado. El pueblo había sido tomado por ellos desde hacía meses y se usaba como sitio de seguridad de su organización. Al principio del operativo, íbamos dieciséis vehículos por la carretera; después, nos fragmentamos en parejas y en grupos de tres. Mi unidad iba acompañada solamente de otro vehículo. Llegó un punto en que se acabó la carretera y tuvimos que volver a dividirnos. Una mitad del grupo bajó de las camionetas para continuar con la operación caminando y la otra se regresó en los dos vehículos con el propósito de incorporarse por carretera al poblado. El sol apenas empezaba a salir. Se suponía que la caminata nos llevaría una hora, más o menos. Era un terreno que no conocíamos. Jamás pensamos que ese trayecto se iba a alargar. Comenzamos a caminar.
Primero llego a Mazatlán, ahí me dan indicaciones y después viajo a San Ignacio. En ese pueblo me recibe mi cuñada para llevarme con mi hermano al cuartel. Cuando entro al lugar, me mandan con el reclutador. Mi hermano solo llega un momento para decirme que al rato regresa para echarme la mano, pero luego lo miro irse en un Humvee. Se había ido a una misión que duró quince días. Entonces me hice cargo de mi trámite yo solo y logré entrar. Empiezas siendo aspirante. En ese tiempo, que son alrededor de veinte días, tienes que entregar toda tu documentación y esperar para ser recluta. Al ser aspirante solo puedes trabajar haciendo mandados a los soldados. Como ellos no pueden salir hasta el día de su descanso, yo les facilitaba las cosas que necesitaban de fuera, porque en el nivel en el que estaba, aunque vivía dentro del cuartel y me alimentaban las tres veces al día, tenía la oportunidad de salir al pueblo entre semana. Al principio también tuve que juntar botes de aluminio dentro del cuartel porque me estaba quedando sin dinero. Entre la venta de botes y las propinas de los soldados obtenía mis ingresos, pues al ser aspirante no te pagan. Después de un mes como aspirante te haces recluta y te dan tu uniforme. Ya como recluta no puedes salir para nada del cuartel hasta tu día de descanso. Tienes que hacer actividades matutinas como marchar y hacer lo que ellos llaman fajina, que es lavar trastes, barrer, trapear, pintar, limpiar el monte o alguna otra área del cuartel. El siguiente escalón es el adiestramiento en El Salto, Pueblo Nuevo, Durango. Allá te preparan. Empiezas con actividades de orden cerrado como marchar sin arma, marchar con arma, acondicionamiento físico diario, actividades de combate, enseñanza de leyes y reglamentos militares, el cruce de la pista del combatiente, donde desarrollas tu destreza para superar obstáculos, y en la última semana haces práctica de tiro con armas de fuego. La segunda fase de adiestramiento es en Mazatlán, te enseñan natación. Tienes que pasar obligatoriamente un examen de ciento cincuenta metros de nado estilo crol. Yo me estaba ahogando, no podía nadar, tenía miedo a las profundidades. Logré pasar el examen pero con todo el pánico del mundo. Después de esa parte del entrenamiento, solo esperaba que no me mandaran a ningún lugar donde hubiera rio. El comandante regional en Mazatlán me alentó mucho para poder pasar el examen de natación. Hasta creo que se identificó conmigo porque, ya que aprobé, me preguntó de qué unidad era. Le dije mi unidad y me respondió que tenía suerte, que él iba para allá. Le ordenó a su escolta que me equipara porque me iba a llevar. Así regresé a San Ignacio y, a partir de ese día, iniciaron mis labores como soldado, en algo que se llamaba “fuerza de reacción”. El trabajo implicaba salir del cuartel cuando hubiera actividades sospechosas en el pueblo y estar atentos por si era necesario, como el nombre lo dice, reaccionar. Normalmente salíamos de noche a patrullar para que los habitantes y, entre ellos, los delincuentes del pueblo vieran la presencia del grupo militar y se mantuviera el orden.
En cuarenta minutos ya nos habíamos acabado las pocas provisiones que teníamos, las sabritas, las galletas y el agua, porque creíamos que la caminata iba a durar, por lo mucho, hora y media. Después de esa hora y media seguíamos sin encontrar el camino al poblado. Pasaron cinco horas de caminata y llegamos a una especie de cabaña abandonada. Ahí los delincuentes hacían sus campamentos. Notamos un pequeño pozo con agua de donde estaban bebiendo unas gallinas. El agua que tomamos de ahí sabía a óxido. Seguimos caminando, bajando del cerro hacia una vaguada. Al llegar abajo, uno de los elementos se puso mal, al parecer se le bajó la presión. Mientras el soldado se recuperaba en la sombra de un árbol, decidimos dar parte de la situación por radio a un comandante, el jefe de la operación, y él nos dio coordenadas para que nos ubicáramos. Seguimos caminando.
Recuerdo que en mi primera misión me mandaron a cuidar un laboratorio de metanfetaminas que habían asegurado mis compañeros. Después, las misiones consistían en patrullar la sierra donde Sinaloa colinda con Durango. Lugares como Tayoltita, Contraestaca, La Lechuguilla. Estos patrullajes duraban de quince a treinta días. A la sierra llegábamos por tierra o en helicóptero, dependiendo de cómo estuviera el terreno. La misión consistía en ir caminando para detectar sembradíos de marihuana y amapola en diferentes puntos. Íbamos en grupos de hasta veintisiete soldados y cada quien cargaba cosas diferentes. El enfermero llevaba el botiquín, el de comunicaciones los radios y ya entre todos los demás los peroles y la comida para aproximadamente quince días: Maseca, carne enlatada, arroz, frijol y verdura fresca. También llevábamos una bolsita con azúcar y otra con sal, por si encontrabas algún animal y lo guisabas en el monte. Procurábamos asentarnos cerca de un arroyo donde pudiéramos tomar agua, preparar nuestros alimentos y luego seguir buscando y cortando siembras. Llegábamos a instalar el campamento y en la noche cenábamos. Después de la cena teníamos un rato de chiludas, que son pláticas con los compañeros de cualquier tontería. Normalmente íbamos a siembras ya localizadas, gracias a que alguna persona inconforme cercana al lugar daba la ubicación. En el camino a cortar los sembradíos, nos íbamos encontrando con más cosas: algún laboratorio, una cocina, algún reactor químico o un plantío pequeño. A pesar de que las caminatas siempre eran en silencio, porque teníamos un sistema de lenguaje de señas, para los sembradores era muy fácil detectarnos a distancia, por eso podían escapar antes de que los agarráramos. Siempre eran uno o dos cuidando y trabajando los plantíos. Sí agarramos a uno que otro muy distraído. Nos escondíamos y cuando llegaba el hombre a su siembra ya lo teníamos rodeado. Lo obligábamos a cortar sus plantas, como una especie de castigo para que no volviera a sembrar. A veces seguían haciéndolo y otras veces no. Por ejemplo, supimos de un muchacho al que sorprendieron en la siembra de marihuana y, además de obligarlo a cortar sus plantas, le pegaron unos leñazos. Después de eso el muchacho se dedicó a cortar madera y venderla. Estaba muy agradecido con la persona que abogó por él cuando ya lo tenían muy castigado. En mi grupo nunca leñamos a nadie, pero eso sí, una vez que agarrábamos a alguno, no lo dejábamos ir hasta que tumbara su siembra. De algún modo ellos así compran su libertad. Sabíamos que la siembra era la manera en que se ganaban la vida y por eso les dábamos la oportunidad de no consignarlos ante las autoridades si hacían esta tarea. Y pues ellos siempre prefieren, con el orgullo en el suelo, cortar sus plantas. Después de destruir el plantío, hacíamos machigua, una mezcla de Maseca con azúcar y agua en una cubeta de veinte litros. Tomábamos ese elixir y eso nos daba mucha energía para regresar al campamento. En ocasiones había que hacer desplazamientos a pie de dos o tres días. Se quedaba una tercera parte de los soldados cuidando el campamento y los demás se iban a recorrer la zona. Antes de salir a ese recorrido de tres días, los cocineros se despertaban a las cuatro de la mañana y preparaban unos seis kilos de tortillas para los soldados que harían la caminata. Nos llevábamos las tortillas y los enlatados. Si se terminaba la comida en el trayecto, caminábamos casi rezando por encontrarnos un tejón, una víbora de cascabel, una cuichi o algún animalito del monte para poder asarlo y comérnoslo. Cumplidos los primeros quince días en una ubicación, todo el grupo caminaba a otro punto donde nos pudiera recoger el helicóptero o el Humvee, para llevarnos a otra área y abastecernos con comida para otras dos semanas. Al regresar al cuartel tenías derecho a tres días de descanso.
Incluso con las coordenadas, nos fuimos perdiendo más porque era un terreno que no conocíamos. El calor y los zacatales nos cortaban el oxígeno. Volvimos a informar de la situación por radio. A las dos de la tarde encontramos otro pozo, ahora de unos diez metros de hondo, aunque solamente tenía como medio metro de agua. Flotando en el pozo vimos un tlacuache y un quelele muertos. Aun así, estábamos considerando beber de ahí. Pensamos en sacar el agua haciendo una especie de cuerda con los portafusiles. Ya estábamos muy mal, no pensábamos bien. El auxiliar del enfermero, que fue asesinado años después en una emboscada por un grupo armado, nos regañó por querer tomarnos esa agua, y al final no lo hicimos. Seguimos avanzando.
Después de tres años en San Ignacio, en 2015 decidí trasladarme a la escuela de sargentos en Santa Fe, Ciudad de México. En ese lugar había que forjar disciplina: levantarte temprano, andar bien aseado, tu ropa planchada, estudiar, leer, realizar tus tareas y alimentarte bien. Era como una escuela de señoritos. Ahí se lleva la condición física al extremo. He visto a mucha gente desmayarse o vomitar después del adiestramiento. A veces, cuando te colgabas de la barra de entrenamiento, te pegaban en el estómago con una tabla o con el puño, con la idea de hacerte resistente. En las tres fuerzas armadas se predica mucho lo de los derechos humanos, pero no se llevan a cabo. Dentro del cuartel se ocultan muchas cosas. Cuando fallábamos en algo, lo que sea, había castigos: te prohibían dormir, te echaban gas lacrimógeno en la cara, te ponían a bolear zapatos, a planchar la ropa de los superiores o te obligaban a saltar como loco. Todo por el gusto de verte ridiculizado. También te pegaban con una leña. Así como los videos donde castigan a los ladrones en esta ciudad, igual castigaban en el ejército. En la Ciudad de México diario te metían al baño y te daban tres leñazos, para recordarte que estabas ahí para ser mejor. Te vendían la idea de que eso era parte de hacerte hombre y ser mejor persona; de encontrar el camino hacia un lugar donde pudieras ser líder conociendo el dolor, todo lo que se sufre desde abajo. Otro castigo muy fuerte es algo que le llaman posición mortero: pones tus dos piernas abiertas y tu cabeza en el suelo y, con tus manos en la espalda, levantas el coxis hasta donde alcance tu cuerpo. Sostienes tu peso con las puntas de tus pies y con tu cabeza. Hay gente que se desmaya por el dolor que produce. A uno le salió un hongo en el cuero cabelludo por los gérmenes que había en el baño. También estaba el castigo que llaman lagrimines: con el tubito de tinta que traen los lapiceros dentro, te pegan en las mejillas o en la punta de la nariz y es inevitable que salga el lagrimero. Había muchos otros. Correr sin parar por mucho tiempo, permanecer colgado de una barra durante un rato largo, meterte al agua fría a altas horas de la noche; ranitas, pelotitas, águilas, patitos, cocodrilos, orugas, matarratas, vampiros, cristos, posición koala, posición koala invertido. Son demasiados para explicarlos. A final de cuentas eso era lo que te motivaba para estar ahí dentro. Había un punto en que te ponías como en modo automático y soportabas el dolor sin problema. Y de alguna manera buscabas ese dolor, te gustaba. Creo que nos hacíamos masoquistas.
A las cuatro de la tarde encontramos un estanque que era bebedero de vacas. Tenía agua, pero estaba llena de lama, insectos muertos y hojas podridas. Para nosotros eso fue la gloria. Filtramos el agua pasándola de una playera a un vaso y le echamos Zuko de horchata. Fue lo mejor que pudimos tener ese día. Yo ya no podía caminar y me acosté en el suelo. Sentí que me estaba quedando dormido. Llegó un amigo soldado y me palmeó la espalda. Vamos, me dijo, levántate. Me enderezó y logró ponerme de pie. Teníamos hambre, sueño y cansancio. El sargento me dijo De los que están aquí, yo soy el que más aguanta, y ya no puedo, pero si me detengo nadie más va a seguir. Y seguimos avanzando.
Al salir de la escuela de sargentos en la Ciudad de México, debía presentarme a mi nueva unidad en Culiacán, en septiembre del 2016. Ya estando ahí, al tercer día, llegó la noticia de que habían emboscado y asesinado a un grupo de soldados en la salida norte; el nombre era muy similar al de mi antigua unidad en San Ignacio. Me preocupé porque dijeron que habían matado al enfermero, o sea mi hermano. Después de confirmar que sí habían sido mi antigua unidad, le marqué quince veces a mi hermano que no me contestó, pero sí respondió su esposa. Ella me dijo que ya había hablado con él, justo en ese tiempo le habían dado sus vacaciones. De los cinco soldados asesinados en esa emboscada cuatro eran mis amigos, el quinto apenas tenía siete meses dentro del ejército. Dos, de los cuatro, estaban a punto de retirarse y uno tenía a su novia embarazada. Sentí mucha impotencia por haber dejado las armas y estar trabajando en una oficina en ese momento. Fue muy emotivo escuchar la trayectoria de mis compañeros y ver a sus familiares destrozados en las gradas. Se me nubló la vista y estuve a punto de desmayarme. No recuerdo en qué terminó la ceremonia. Me puse en cuclillas y después me sacaron cargando. Una vez fuera de la explanada, me tendí a llorar. Recordé más trayectoria que no mencionaron ahí: cuando estuvimos en la sierra y compartimos un taco, una naranja, un vaso de café o la cobija; los chistes que me contaron y las horas de chiludas, cuando hablábamos de comida o de paseos que queríamos hacer en nuestros descansos. Casi tres años después, en mayo del 2019, salí del ejército. Mis ideas nunca coincidieron con ese trabajo porque no te ayudaban a crecer. Si eras un buen soldado te tenían para que les sirvieras como máquina. No había evolución ni crecimiento. Al principio venía por tres años, con la idea de estudiar una licenciatura después de ese tiempo, pero me llamó la atención el ascenso a sargento en la escuela de cadetes, era como darle un plus a la experiencia de haber sido soldado. Eso me ató otros cuatro años. Afortunadamente me salí cuando estaba en proceso de entrar a Psicología, yo confiaba en que me iban a aceptar y así fue. Ese trabajo no me permitía socializar. Tampoco quería formar una familia y darles esa vida. Mejor dije Vamos para fuera. Y aquí estamos.
Más adelante apenas pude cruzar un cerco que debíamos pasar. Ya en el otro lado, levanté la vista y vi al sargento acostarse como de costalazo en la tierra. Eso bajó mi moral, mi motivación se acabó en ese momento. Me senté, puse mis armas a los lados y se me nubló la vista. El enfermero se acercó y me quitó todo el equipo. Sentí que mi circulación estaba mal y me empezó a dar un tipo de embolia. Mis extremidades se engarrotaron y me dio parálisis facial en casi todo el rostro. Sentía un hormigueo en la piel. Entre cuatro personas me estaban estimulando las piernas y los brazos. El enfermero me buscaba una vena para ponerme suero, pero no lograba hallarla. A final de cuentas se cansó de intentarlo y me dejó. Dicen que mi cuerpo no respondía a nada, no estaba en condiciones de hacer ningún movimiento. Al parecer no me sintieron el pulso. Yo alcancé a escuchar Mi jefe, el morro ya no la libró. Entonces me preocupé, el morro era yo y significaba que ya me había muerto.
El diecisiete de octubre de 2019 yo estaba en la unidad habitacional de Culiacán, donde viven las familias de los militares que rentan fuera del cuartel. Para ese entonces yo ya no pertenecía al ejército, había dejado de ser soldado unos meses antes. Aquel día solo fui a visitar a mis amistades. Mientras otro soldado y yo tirábamos el balón a la canasta, se escucharon disparos en los dos accesos de la unidad. Primero tomamos a los niños y los llevamos a resguardar. Protegimos como a diez de ellos en unas escaleras de concreto. En todo momento procuramos que no percibieran al cien por ciento lo que estaba pasando. El más grande, más consciente, supo que habían sido disparos y se asustó, empezó a darle una especie de ataque de pánico. Ya estando en las escaleras este niño se quería levantar, pero les dijimos a todos que agacharan la cabeza y se quedaran sentados ahí en los escalones. Los hombres armados venían acercándose más, mientras disparaban al aire pares controlados, que es una estrategia de combate para neutralizar enemigos. Después, me tocó ver cómo el grupo armado se llevaba al soldado que estaba conmigo. A mí no me agarraron porque me alcancé a meter a un departamento y le puse seguro a la puerta por dentro. Supe que buscaron a más militares, pero no encontraron a otro. Intentaron abrir las puertas de los departamentos a patadas y después de seis o siete minutos se fueron. A las seis horas de esto, un convoy militar fue por el soldado que se encontraba resguardado en una escuela, cerca de donde lo liberaron los hombres que se lo habían llevado.
Yo sabía que aún estaba vivo. Con todo el esfuerzo y la voluntad saqué unas pocas palabras Ey, ayúdenme, todavía estoy aquí. El enfermero me siguió buscando las venas y hasta un teniente se puso a masajearme el antebrazo y los dedos de las manos. Cuando el enfermero halló la vena, empezó a limpiarme el brazo con un algodón lleno de alcohol. El algodón cayó en mi pecho y alcancé a olerlo. Eso ayudó a que el hormigueo de mi cuerpo disminuyera y yo lograra hablar. Ponme el alcohol en la nariz, le dije. Así lo hizo y, al olerlo, empecé a sentir movilidad en el cuerpo. Lograron canalizarme e introdujeron el suero en mis venas. Me sentí vivo de nuevo. Con palos y camisolas mis compañeros hicieron una camilla para cargarme, pero yo no quise, no iba a joderlos aún más, ya iban muy cansados. Seguí caminando apoyado del hombro de mi cabo comandante de escuadra. Unos metros más adelante los calambres en las piernas me volvieron a tumbar, pero volví a pararme gracias al mismo amigo que me había levantado antes. Desde que me dieron por muerto, alrededor de las siete, cuando el sol ya casi se metía por completo, solo caminamos diez minutos más para llegar a donde nos dirigíamos. Por poco llegaba completo.
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Jorge Luis Mendívil escribe crítica literaria y ensayo. Cursa la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha publicado en la revista Timonel y en los libros colectivos La espina es la flor de la nada (Instituto Sinaloense de Cultura, 2017) y Álbum rojo. Narrativa sinaloense de No-ficción (Instituto Sinaloense de Cultura, 2019).
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