La corrosión de las muelas

Un cuento de la edad, la vida y los años

Martín Durán

La primera vez que sentí el verdadero paso de los años fue cuando acudí al consultorio de un dentista y con, una expresión de duelo, me dijo:

-Usted es demasiado joven para perder una pieza, tendré que extraerla.

Sabía a qué pieza dental se refería, porque tenía semanas con una ligera molestia que me impedía masticar por el lado derecho de la boca.

-¿Y qué tan grave es, doctor?

-Bastante, está demasiado astillada y la caries ha avanzado hasta el nervio, de milagro no viene usted con dolor.

La caries, pues, ya estaba en mis muelas como una pesadilla, era la forma en que la vida me decía que ya no era un mozalbete y que ahora me precipitaba vertiginosamente a la moda de las incrustaciones y al estricto cepillado diario para evitar perder la dentadura completa.

De adolescente era un orgullo para mamá tener una dentadura límpida y sin muelas agujeradas como muchos de mis compañeros de la secundaria, que prematuramente habían ingresado al ritual del taladro y las agujas en el paladar.

Mi madre le atribuía al calcio que recibí en la primera infancia y a los pocos dulces que me dejó probar cuando niño.

Ahora, con 30 años, me enfrentaba con la inquietante certeza que ya no abandonaría el sillón del dentista para siempre; que tenía que acostumbrarme a ese líquido desastroso en mi lengua, las inyecciones de anestesia local y el infernal ruido del aparato triturando los oídos y la superficie del esmalte dañado, corrompido por la edad y la acidez de la saliva.

Aquí comenzaban las recomendaciones bien intencionadas, que más bien eran como prohibiciones o restricciones disfrazadas con la promesa de una sonrisa saludable: retirar el café cargado de la dieta, el dañino cigarro que mancha con su alquitrán, los chicles de menta y las bebidas carbonatadas; los pastelitos y todo aquello que llevara innecesariamente abundantes cantidades de azúcar, y que ni el mejor cepillo e hilo dental podían deshacer.

Era como convertirse poco a poco en un inválido. Sin esa muela no masticas con el debido placer un filete de pechuga o un fino corte de vacuno. Porque comer se vuelve desastroso, y es el primer paso para arribar a la vejez.

Antes en el supermercado ni me detenía con sutileza en el pasillo de los accesorios de higiene bucal; ahora me da por revisar las cajas de dentífricos y procurarme uno que sea más efectivo para combatir la corrosión.

Luego se convierte de vida o muerte cargar siempre en la maleta un buen cepillo para después de llevarse cualquier cosa a la boca, porque de lo contrario los restos de comida se atoran en las muelas en mal estado, y a mi edad la putrefacción comienza en unas horas, lo cual representa una molestia a la hora de realizar una vida plena, alejada del mal aliento y del desgaste emocional.

La vida nos cambia. Nada más el ir perdiendo una pieza provoca la sorpresa de amanecer cada día con incrustaciones nuevas. Cuando en algún momento de nuestra temprana vida adulta surgen de manera inesperada las muelas del juicio, uno cree que ha llegado a una óptima vida madura, pero no le pones demasiado atención a esos nuevos cuatro molares que algún antepasado nos heredó a ciertos individuos.

La verdadera edad comienza cuando vas por la vida y te das cuenta que esa película blanquecina que se pega a los dientes te provoca la urgencia de llegar a un baño y alejarla de tu cuerpo, lo más rápido posible antes que tengas que regresar de nuevo a ese sillón para que el hombre en bata y de lentes bifocales te taladre mirando al cielo, y te haga ver que tu destino es más corto de lo que pensabas.

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