Libros | Fragmentos de ‘El muchacho que vivía en unos boxers’, de AE Quintero

Por Sergio Ceyca

En esta nueva administración, la Serie Ex Libris ha sido el nuevo sello editorial que el Instituto Sinaloense de Cultura ha promovido para que autores de todos los estados del país puedan publicar, como en una editorial en forma. En este tiempo se han publicado diversos libros de sinaloenses entre ellos uno de AE Quintero –llamado El muchacho que vivía en unos boxers blancos–, de quién reproduciremos un fragmento a continuación.

AE Quintero (Culiacán, 1969) es licenciado en Lenguas y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudió el doctorado en Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma Metropolitana. En 1996 ganó el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa por el poemario Los postigos del verano. Fue finalista del Premio de Poesía Fundación Loewe en 2007 y del Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma en 2010.

Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Su libro de poemas Cuenta regresiva obtuvo el Premio de Poesía Aguascalientes 2011. Su libro La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse fue seleccionado como mejor libro de poesía en la Feria del Libro Independiente de la AEMI.

 

I.

Escondidos de la luz,

y su cinturón usado para golpear las manos de los niños,

llevamos nuestro cuerpo

a ser hoja, a oírse

como una hoja,

como una falsa espada esgrimiendo el aire.

 

Como una guillotina

el aire entonces, como una daga para el corazón y la mano

[de un niño.

 

Tengo 7 años en este poema

y me llevas al jardín de atrás de la casa.

Tú tienes 11 años y eres enorme,

pero te amo, creo,

y desde esa orilla de la infancia

sé que 7 años

no alcanzan para saltar al otro lado

de la vida, esa barda de ladrillo.

 

Ahí empieza todo.

 

Juntas tus dos manos

y haces una escalera con ellas.

 

II.

Escondidos de la luz,

y su cinturón usado para golpear las manos de los niños

y las nalgas,

dos pequeños saltan al otro lado de la vida,

y brincan la barda de ladrillo rojo

que separa mi jardín trasero

de otros jardines.

Ocultos de ellos mismos,

los dos niños desabotonan sus pantalones

y los bajan hasta los tobillos,

seguros de que nadie los ve, de que ninguno los mira.

Y sus penes erectos

apuntan hacia el sueño del otro,

hacia días largos y soleados, donde la lluvia se anuncia ya tarde,

y el agua —el agua—

será un sueño común, recurrente, acompañado.

Los niños se masturban uno al otro.

Pero tienen escasos 7 y 11 años.

Podrían estarse tocando toda la tarde

sin que los fantasmas del cuerpo salieran del cuerpo.

A uno de ellos lo conozco, y conozco a sus padres.

Del otro, solo sé que su padre

fue relámpago una noche larga de largos caminos

[y despedidas para siempre.

No sé si llamar a sus padres, no sé si acusarlos.

Pero por su bien, me decido y los acuso,

y en efecto un enorme cinturón, enorme y zumbante

y enorme, los descubre tocándose. Los descubre

para siempre.

 

 

Los veo buscar algo de sí

en el relámpago del otro.

Ha nevado demasiado

en el sueño de ambos.

Juntos

el fuego comienza a interpretar el papel

de un hombre con sed, con hambre.

La luz apenas es una línea o un pájaro dibujado por descuido.

Se tocan los pezones

como quien busca vida entre las piedras.

Se tocan los testículos

como quien encuentra agua escondida bajo el suelo.

El silencio es solo otra manera de tocarse.

Tal vez de gritar un nombre.

Tal vez el que sea.

Pero también el mucho silencio

es mi manera de estar con ellos,

de tocarlos, de entrar a la película

y mojar mis dedos, mi mano.

Mojarlos.

Dos hombres teniendo sexo

siempre parecerán estar en guerra.

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