Por Cynthia Valdez
Serie especial
La historia oficial dice que México entró en guerra contra el narco.
La historia real dice que antes de la primera bala ya había un enemigo escogido.
En un despacho silencioso, rodeado de alfombra gruesa y decisiones irreversibles, un presidente trazó una línea que partiría al crimen organizado… y al país.
Sobre la mesa había dos opciones: desmantelar al Cártel de Sinaloa o quebrar a quienes lo equilibraban desde dentro.
Eligió lo segundo.
El nombre que se dijo fue Alfredo Beltrán Leyva, “El Mochomo”, pero el golpe era contra todo un linaje.
Porque mucho antes de que el mundo volteara a ver a El Chapo o al Mayo, hubo dos hombres que ya movían más dinero, más rutas y más contactos militares que cualquiera: Arturo y Alfredo Beltrán Leyva.
Arturo no tocaba puertas.
Las deslizaba.
Era el capo que abría plazas completas, que imponía orden donde no lo había, que hablaba con políticos, empresarios y coroneles sin bajar la mirada.
Tan fuerte, tan rico y tan conectado que en Sinaloa se repetía una frase sin miedo:
—Arturo manda más que el Mayo.
Pero cuando Alfredo cayó, nada volvió a ser igual.
Algo se reventó de golpe, como un resorte cargado durante años.
Los rumores corrieron primero en voz baja, como todo lo peligroso:
—Eso no fue operativo… eso fue entrega.
—Calderón ya escogió a quién proteger.
La traición encendió una guerra.
Una guerra que no empezó con fusiles, sino con la ruptura del pacto que mantenía en equilibrio a los jefes más poderosos del Pacífico.
Y el tiempo, como siempre, terminó cobrando cada deuda.
Porque si los Beltrán Leyva fueron destruidos desde dentro, el Cártel de Sinaloa también tendría su hora de quiebre.
El Chapo cayó.
Después, vino lo impensable: el Mayo finalmente fue capturado, tras más de 60 años traficando sin pisar una sola cárcel, siendo considerado el rey silencioso del narco mundial.
Pero nadie puede escapar para siempre.
No cuando la traición viene de sangre.
No cuando —como señalan voces internas— fue Joaquín Guzmán López quien lo entregó, envolviéndolo en la misma lógica que destruyó a los Beltrán Leyva una década atrás.
Mientras la política jugaba su propia partida, Héctor Melesio Cuen vivió asedios que todavía se murmuran en esquinas donde la verdad circula sólo de madrugada.
Hoy, el Cártel de Sinaloa existe sin sus antiguos gigantes:
El Chapo enterrado en concreto.
El Mayo envejecido y finalmente encarcelado.
Arturo muerto en un infierno de plomo.
Alfredo aislado para siempre.
Y aun así, las rutas siguen vivas.
Las nuevas generaciones mandan como si hubieran heredado un reino… o una condena.
Lo que sigue no es historia oficial.
Es lo que se dice en Culiacán cuando cae la noche.
Lo que explica por qué Sinaloa sigue ardiendo…
Y por qué México nunca volvió a ser el mismo.