El escritor mazatleco radicado en Playa del Carmen, Rodrigo de la Serna, nos da un recorrido por la poesía de Derek Walcott, el poeta por excelencia de las Antillas, premio Nobel de Literatura en 1992. Que sus versos sean con vosotros.
“Cuando te dicen que aún no eres una ciudad o una cultura, la respuesta ha de ser necesariamente ésta: No soy tu ciudad ni tu cultura. Después de eso tal vez habría menos Tristes trópicos.”
“Cierto tipo de escritor, por lo general el que se propone entretener, afirma: ‘Escribiré en la lengua del pueblo, por más vulgar o incomprensible que ésta sea’. Otro sostiene: ‘Esto no lo entenderá nadie, ¿me oyes?’. Y un tercero se dedica a purificar el lenguaje de la tribu y es a éste a quien se acusa, desde ambos lados, de pretencioso o de jugar a ser blanco. Éste es el mulato del estilo. El traidor. El integrador. Sí. Pero nadie preguntó a su Musa: ¿Qué clase de lenguaje le estás ofreciendo?”
“Para los turistas, el sol no es cosa seria. El invierno confiere hondura y oscuridad tanto a la vida como a la literatura, y en el interminable verano de los trópicos ni siquiera la pobreza o la poesía (…) parecen capaces de ser profundas, porque la naturaleza es tan exultante, tan decididamente extática como su música.”
“Una cultura basada en la dicha es necesariamente superficial. Para venderse, el Caribe fomenta tristemente los placeres de la banalidad, de una brillante vacuidad en tanto lugar donde no sólo es posible huir del invierno, sino también de la seriedad que provoca una cultura con sus cuatro estaciones. ¿Puede haber aquí un pueblo, en el auténtico sentido de la palabra?”
“Mucha gente dice que ‘ama el Caribe’, con lo cual quiere decir que tiene la intención de volver a visitarlo en algún momento, pero que jamás podría vivir allí. Tal es el benigno insulto del viajero, del turista.”
“¿Qué es el paraíso terrenal para nuestros visitantes? Dos semanas sin lluvia, un bronceado color caoba y, a la caída del sol, trovadores con sombreros de paja y camisas de flores que interpretan hasta el agotamiento Yellow Bird y Banana Boat Song.”
“Aquí no hay libros suficientes, dice uno, ni teatros, ni museos; no hay nada que hacer. Sin embargo, privado de libros, un hombre debe entregarse al pensamiento, y del pensamiento, si es capaz de ordenarlo, surgirá la necesidad de registrar, surgirá la disertación, el ordenamiento de la memoria que conduce al compás, a la conmemoración.”
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Todos estos grafittis son de Derek Walcott, escritor laureado con el Nobel de literatura en 1992, y forman parte de un poderoso ensayo que su autor llamó What the Twilight Says (traducido al español como “La voz del crepúsculo”). Se colocan como breve preludio sobre el bardo por excelencia en las Antillas de nuestros días. Estas líneas procuran mostrar ciertos vasos comunicantes entre nosotros, caribeños mayas mexicanos, con la palabra del gran rapsoda de la épica caribeña contemporánea que es Derek Walcott, poeta nacido en la isla de Santa Lucía en 1931.
Hay algo anómalo en el primero de los grafittis: la frase “tristes trópicos”. La expresión proviene de un ensayo de Claude Lévi-Strauss donde se refieren los ambivalentes caracteres de las sociedades tropicales; para el Occidente dueño de la tecnología global somos espíritus formados a base de complacencias: el clima adecuado para vacaciones, un ritmo de vida tranquilo y tropical, sin paisajes industriales deliciosamente decadentes, propios de ciudades con estéticas laberínticas como Shangai, París, Nueva York o Londres. Walcott lo explica así: “Su tristeza surge de una actitud hacia el crepúsculo caribeño, hacia la lluvia, hacia la vegetación incontrolable, hacia la provinciana ambición de las ciudades caribeñas, donde brutales réplicas de la arquitectura moderna empequeñecen las casas y las calles. (…) pero la ciudad caribeña puede concluir en el mismo momento en que se siente satisfecha con sus propias dimensiones, del mismo modo en que la cultura caribeña no evoluciona, sino que ya está configurada. No son el viajero o el exiliado quienes deben medir sus proporciones; esto corresponde a su propia ciudadanía y a su arquitectura.”
Si suponemos un comienzo para tales proporciones podríamos iniciar con el esclavismo en la modernidad. La región caribeña fue el escenario de la segunda masificación de la esclavitud, tras la instauración de las colonias europeas sobre los reinos prehispánicos. Luego de eliminar las sociedades isleñas, de menor solidez cosmogónica que las mesoamericanas, la idea de poblar las Américas obedeció a líneas económicas y políticas antes que a cualquier principio social. Fue por tales razones que todo el Caribe se pobló de esclavos africanos, traídos a la fuerza para la industria de la caña de azúcar y el tabaco como sus principales ofertas (una derivación para nosotros: las únicas latitudes caribeñas donde no hubo importación de esclavos fueron las de Yucatán y Quintana Roo… aquí había mano de obra suficiente).
Una consecuencia de esta condición serían las voces negras e indias que prevalecieron, desde el siglo XVI, a base de un solo recurso: su Memoria. Es decir, la danza, la música, la Palabra, la comida, su color, el culto a los ancestros y sus cultivos, entre otros elementos que fundamentan a toda cultura. Las africanas e indias tuvieron dos infancias paralelas: vivir en lo prohibido y tomar la única salida posible a la esclavitud: la rebelión. El Caribe nunca ha sido un paraíso aun cuando tanto se le quiere identificar con ello (tanto es el paraíso que se olvida quiénes nos “han vendido” semejante idea). La cultura europea instaló el Paraíso sobre las cosmogonías de Mesoamérica, que contemplaban 13 cielos; han pasado cinco siglos y aún late en nuestra mente la imagen de un solo paraíso en un cielo y un solo infierno –con una peculiaridad: ya todo está aquí, en la tierra, pues desde el siglo de Nietzche la cultura occidental declaró culturalmente muerto a su creador judeo-cristiano.
Quienes renacen de un tiempo a estos días de huracanes y calentamientos globales son los dioses que “mataron” hace 500 años. Hoy, además, el idioma de España ya no es el del rey en cuyas tierras no se ocultaba el sol; ahora son las lenguas de tantas repúblicas que heredaron el castellano, república inclusive dentro de la democracia imperial: más de 50 millones de latinos poblando Estados Unidos. En esta saga de medio milenio, épica y tragicómica donde los protagonistas ya no son reyes y notables, ni esclavos y amos, ni negritos o morenos entreteniendo turistas, Walcott es un sólido eslabón. Todas esas personas-personajes han trazado una línea invisible que llega hasta nosotros en un tiempo en el que, por ejemplo, la revolución es un recurso más del marketing; uno de los anuncios espectaculares más impactantes en la autopista de la Riviera Maya era la efigie del Ché, recomendando las promociones de una célebre cantina en Playa del Carmen –franquicia cubana, por cierto. El otro lado del desencanto global, a nivel Caribe Maya Mexicano, es el culto a una revolución siempre y cuando esté al frente la imagen de un comandante. ¿Pedro Páramo o Fidel Castro?
Derek Walcott es parte de la leyenda real-maravillosa, cantada por bardos del archipiélago antillano como Saint-John Perse, N. Guillén, A. Carpentier, R. N. Marley, o Aimé Cesáire. En el continente, el Caribe parió a García Márquez, Germán Arciniégas y Miguel Ángel Asturias. Naturalmente, las letras caribeñas tienen otras dimensiones aparte de gigantes, premios y política; inclusive cabe exponer una revelación geográfica del narrador norteamericano A. J. Liebling en su obra The Earl of Louisiana, para trazar otras coordenadas del Mar Caribe: “Como La Habana y Puerto Príncipe, Nueva Orleáns está en la órbita de una civilización helénica que el norte del Atlántico nunca alcanzó. El mediterráneo caribeño y el Golfo de México forman un mar homogéneo aunque interrupto.”
La visión de Walcott es épica, si bien arranca en los tragicómicos orígenes del género Caribe. Este historiador, enamorado de su mundo a través de la poesía, no se interesa por el vicio hacia el pasado; tampoco atesora la pureza racial sea cual sea el motivo para ello (esto aplica a todo racismo: indio, blanco, negro, ideológico, empresarial, etcétera). Los héroes de Walcott son como los que vieron Ortega y Gasset, Barrera Vásquez o Ermilo García Abreu: seres humanos en su circunstancia. “Esto es lo que he leído a mi alrededor desde la infancia, desde los comienzos de la poesía: la gracia del esfuerzo. En la dura caoba de los grabadores: rostros, hombres resinosos, quemadores de carbón; en un hombre con un alfanje colgado del brazo, que permanece al borde del camino con el habitual perro anónimo; en la ropa de más que se ha puesto esa mañana, porque hacía frío cuando se levantó en la tenue oscuridad para ocuparse de su huerto a varios kilómetros de su casa, pero es ahí donde tiene sus tierras, y también en los pescadores, en los criados que viajan en camiones lanzando sus lamentos, pero modelados y endurecidos y enraizados ahora en la vida de la isla, analfabetos en el sentido en que lo son las hojas; no leen, están ahí para ser leídas, y si se las lee correctamente crean su propia literatura.”
Derek Walcott cultiva una palabra propia en una historia oficial hecha de poses postizas; ambas laten dentro de una cultura milenariamente imaginaria, la del Caribe. Su lengua es la inglesa aun cuando a lo largo de su verso transpiran los arrecifes; en los acentos negros brilla la sal del mar y el verbo vuelve a ser continuidad náutica, no un solemne principio patriarcal o político. Walcott es el bardo épico del archipiélago caribeño, donde el mestizaje habla más de cuatro idiomas y los colores comienzan antes del bien y el mal… o lo negro y lo blanco. En verso y en parte de su prosa, Derek Walcott comparte el pan de nuestros días en tierra firme, sobre una gran mesa de islas, cielos y agua: el Caribe. Canta, como ha dicho otro poeta: canta lo que a todos pertenece… aun cuando tantas lenguas se hablen al mismo tiempo.
Fue una noche de un Cancún que ya no existe, el de 1992. Supe dos buenas noticias: el cierre de un buen contrato y que un negro caribeño había ganado el Nobel de literatura. Celebré ambos hechos, creo, con alguien que sólo hablaba holandés. Algo sabía yo del isleño por haber compartido un canto de Omeros, el gran poema épico del mediterráneo caribeño, años antes con Max G… en la Ciudad de México. Entonces no sabía nada del poeta de Santa Lucía ni del Caribe. Mi vida aún no pertenecía al embrujo de este mar o a la selva maya.
Desde 1989, Cancún y Playa del Carmen han sido generosos conmigo. Tulúm, Carrillo Puerto y Bacalar me hablaron. Supe de otro Caribe en Hol-Box, en Tepich, en La Presumida, en Chetumal. Aquí comenzaron otras siembras y hay cosechas; un par de libros, un hijo, cierta música y unos árboles, más las veredas y eclipses que olvido. Fatigaría tus ojos con tanta emoción hallada en esta tierra, que me posee hace más de 20 años. Lo cierto es que amo en azul: en su agua eterna soy sagrado, libre. Amo al Caribe, lo sé. Aquí está la gente que quiero. Si me expreso así también es por obra, pensamiento y omisión, de Derek Walcott (y Ramón Iván Suárez, Dorfman escultor, F. Casas libre pensador, Lalo Pérez, Paulino Caamal, Marcel Schmidt, Manuel Espino, etcétera). Si amo los cenotes no es tanto por maravilla o humildad ante su belleza, simplemente amo su milagroso frescor en el suplicio canicular.
El amor a Quintana Roo es como el que siento por Mazatlán: en uno nací y en otro renazco. En uno el primer equinoccio y en otro el solsticio eterno. Amo en más de mil modos a la gente que vive aquí, o los sitios donde he trabajado, donde he comido junto al mar, donde las mujeres brillan, donde el huracán es un convidado de piedra, donde niños y viejos crecen, donde está la fiesta, donde comenzamos la historia… Puedo amar una pirámide, una marina y un muelle, un pueblo en la selva, un condominio lleno de ebrios, una palapa heroica, una isla con calles perdidas, una playa, y la mujer.
A veces he creído que no importa mucho que recuerde esto. Hay otros días que el mar está picado; tardes hay de brisa y calma. Paso junto a bares y la canción es la misma: unos bailan para recordar, otros bailan para olvidar. Paso junto al reguetón y me siento viejo: no puedo con tanto sexo cada tres minutos. Y sé que debo ir al trabajo mañana. Sabe bien decir eso a cierta hora de la vida: ahí va el negocito, el trabajo bien, no me quejo; agradezco mi suerte. Sobre todo a la hora de las noticias en la tele siempre insomne. Digo esto porque el dios más fuerte no ha venido últimamente, creo que desde 2005. Así pues, y si soy coherente conmigo y mis raíces, no puedo negar la fascinación que aún ejerce el amor en mí. Pero Walcott, otra vez, lo dice mejor:
“Para el poeta, el mundo es siempre una mañana. La historia, una noche insomne y olvidada. La historia y el asombro elemental son siempre nuestro comienzo, porque el destino de la poesía es enamorarse del mundo a pesar de la historia.”
Rodrigo de la Serna
Playa Zazil Há