El retorno maléfico
Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Ramón López Velarde
I
El camino hacia La Cieneguita de Núñez está lleno de recuerdos para estos tres indios rarámuris de piel cobriza, que una semana atrás emprendieron el éxodo hacia la cabecera municipal. La brecha sube y baja como una culebra, araña las laderas de los cerros, se pierde en un horizonte de montañas de pinos y encinos.
Cuando aparecen las primeras casitas desde la cuesta de la “Z”, dispersas en un vallecito enverdecido, a los tres se les ilumina la cara. Sonrisa desdentada, rostro de barro ancestral. Y de una comienzan la enumeración:
-Ahí están las chivas, las vacas, los perros. A las casas no les hicieron nada… Todo parece que está bien. No hay nadie, se ve sólo el pueblo.
Ponciano, Santos y Luis vinieron esta tarde de agosto a reecontrarse con sus cosas añoradas, sus pequeñas casas en donde dejaron todo, sus ranchos de cabras que ahora andan desbalagadas por los cerros, sus siembras de maíz, que ahora descubren que fueron devoradas por los animales del campo.
En el asiento de atrás de la camioneta conducida por el alcalde de Choix, Juan Carlos Estrada Vega, conversan entre ellos. El viaje hasta arriba es duro, con un camino destrozado por las lluvias recientes, una brecha que a ratos se convierte en una delgada franja hacia el barranco.
Pero al llegar a la comunidad, el camino recibe contento al viajero, adornado con piedras pintadas con cal, árboles frutales que se multiplican al cielo. Mientras la caravana de patrullas entra al pueblo, los perros permanecen expectantes desde el lomerío.

Es martes 6 de agosto. Una semana atrás, un total de 40 familias abandonaron la comunidad intempestivamente, al ser blanco de hombres armados que dispararon y prendieron fuego a dos viviendas ubicadas del otro lado de la pequeña población.
-Eran las siete de la mañana cuando escuché los disparos, me pasaron zumbando y me fui corriendo a la casa –relata Santos Cabada Moreno, gobernador indígena de La Cieneguita.
Con la mirada, recorre el pedazo de cerro desde donde un AK-47 le apuntó y no lo alcanzó, cuando el sol ya estaba levantado la mañana del lunes 29 de julio pasado.
Santos también voltea a ver un cerro rodeado de nubes en la distancia. “Allá es La Culebra”, dice. Allá nació hace 54 años, de los cuales hace seis libró una herida de bala cuando la muerte llegó por primera vez a su comunidad.
Mientras Santos cuenta la historia debajo de un cobertizo de palma, al momento en que engulle un taco de pollo frito, del otro lado Luis Aguilar Rentería camina sigiloso por el cerro rojo, rumbo a su casa que le quemaron. Los pies ligeros le ayudan.
II
Vinieron los chabochis y quisieron apoderarse del pueblo, de las tierras que se extienden más allá de los cerros, y que desde hace 30 años han estado en manos de los habitantes de La Cieneguita de Núñez.

Son ‘chabochis’ porque son los mestizos, que ya no pertenecen al núcleo de la comunidad, hijos de Rosario Quiroz Vega y un tal Juan Rodríguez. Por eso estos hombres son conocidos como “los quiroces” y “los juanes”.
A los rarámuris les cuesta contar el conflicto entre familias. Son callados, desconfiados ante los extranjeros, los “chabochis”, hombres blancos en su lengua ancestral. Ellos mismos se definen como personas tímidas.
Hace tiempo vinieron ellos, los de fuera, y se quedaron en la comunidad, dizque a hacer vida como el resto de los habitantes.
Rosario Quiroz Vega vive casi a la entrada del pueblo, con una segunda esposa con quien ha tenido más hijos, además de Heladio y Efraín, los presuntos autores de la balacera y quema de casas.
Al llegar a su casa, donde las cabras andan rompiendo cercos y los perros mueren de hambre, de ese hambre canija que se siente aquí en la sierra, Rosario encontró su casa revuelta, con la ropa en el suelo y los trastes tirados por todas partes, como si alguien buscó con afán algo que no estaba aquí.
De sus hijos no habla, pero los señalan como los autores del terror. A él los del pueblo lo defienden.
-Rosario no estaba ese día, andaba pa’ abajo –repite cuando se le pregunta al gobernador indígena.
Ellos, los de fuera, vinieron a trabajar la tierra que se les dio en una dotación a La Cieneguita, pero cuyos límites nunca se repartió por medidas. Cada familia, desde la fundación, agarró lo que consideró justo y se pusieron a morar en el lugar rodeado de veneros donde el agua dulce fluye y el viento frío de Chihuahua se estrella en las rocosas montañas de La Culebra y El Sauzal.
(El alcalde explica que existe un decreto presidencial de 1968 para repartir las tierras como ejidales, pero nunca se ejecutó y actualmente en esa zona hay una anarquía en cuanto a la propiedad. De ahí el pleito, alegan algunos rarámuris.)
Pero los Quiroces no dejaron de culpar a los Aguilar de un añejo conflicto, más profundo y complicado que un diferendo por tierras. Según versiones que dieron los pobladores a las autoridades, los Quiroces culparon a Luis Aguilar, y a su cuñado Nicolás Arigoya Aguirre, cuyas viviendas están contiguas en el cerro colorado, de que fueron cómplices del grupo criminal que en meses pasados le quemó la casa a Rosario.

Sin embargo, puede que esto sea un pretexto, porque cuando se le pregunta al gobernador indígena, Santos Moreno Cabada, sobre los motivos, es parco y certero:
-Nos quieren echar para quedarse con la tierra –dice.
-¿Pero por qué pelean la tierra estas personas?
-Pues porque son buenas, tienen buena ubicación, ya hay luz eléctrica, agua, no hace frío ni calor. Ya tenemos todo lo que necesitamos.
-¿Y para qué las quieren?
-Pues para tener ganado o sembrar mariguana, aquí no hay de otra.
III
Luis Aguilar Rentería andaba levantado desde temprano. Trataba de reunir a todas sus cabras en sus corrales cuando escuchó el primer disparo que vino desde arriba del cerro que está frente a su casa.
En su terreno hay varias viviendas. Con él vivía su esposa, su suegra y una hija que todavía le quedaba en el hogar. Sus hijos, ya casados, viven en otra parte.
Los disparos en este lado de la sierra resuenan con eco. Pensó que iban a matarlo, pero logró alcanzar el monte alto y escapar de los agresores. Lo mismo hizo su esposa y su suegra.
Los malos entraron en su rancho, dispararon contra su casita de material, rompieron las ventanas y le prendieron fuego. Hicieron lo mismo con un cuartito de adobe y la cocina, echa de adobe también.
Luego se pasaron a la casa vecina de Nicolás, en donde se encontraba sola doña Paula Aguirre, madre de Nicolás, una mujer que roza los 90 años, y cuya voz dulce todavía guarda resonancias lingüística de los rarámuris.
Con sus serias décadas encima, doña Paula también echó al monte, y dejó que las llamas consumieran su pobre patrimonio, esas casitas rodeadas de limoneros, papayas y árboles de duraznos, en cuyos linderos hay cántaros de barro para recoger el agua de lluvia.
-Me da miedo regresar por las balaceras, pero sí quiero volver –diría más tarde la anciana, sentada en el albergue en la primaria de Choix, refugio para sus temores.
Desde que retornó a inspeccionar la comunidad, Luis Aguilar estuvo olfateando sus terrenos. Vio las viviendas calcinadas, las cabras desbalagadas que acabaron con su siembra de maíz, los perros hambriados. Ningún rastro de los pistoleros. Andaba solo como de costumbre, sigiloso y hacendoso entre las veredas.
-Parece que todo está bien, está igual que como lo dejamos –advierte, al referirse que los incendiaros ya no regresaron tras el éxodo de la comunidad.
Cuando se le pregunta porqué le quemaron sus casitas, responde que no sabe. Sólo sabe que esos hombres llegaron y lo hicieron. Y que sobrevivió.
Luis le hace honor a aquello de que los rarámuris son de “pies ligeros”, pues en pocos minutos recorre la propiedad usando unos huaraches muy desgastados, que le han dejado correosas las plantas de los pies. Parece que no hay más huellas de personas ajenas. Sólo las chivas y las vacas cuyo campanilleo resuena y resuena, solitario, desvalido.

IV
Los cuatro hombres que vinieron con el alcalde y los policías a inspeccionar el pueblo, tras una semana de haberlo abandonado, concluyen que todo está como lo dejaron, al menos en apariencia. Si bien a Rosario le revolvieron sus pertenencias, no se quejó de faltantes.
Santos Cabada cuenta que la puerta de su casa fue abierta, pero tampoco se llevaron nada. Ponciano Muñoz Cabada, primo de Santos, tampoco se queja de robo alguno.
El más triste parece ser Luis Aguilar. Antes de la partida, al ocaso, arrastra a una chiva hasta la caja de una patrulla para obsequiarla a una persona allá abajo, en la cabecera.
-La mujer ya no quiere regresar –comenta, con voz apagada. De la caravana, es el único al que le quemaron su casa.
Santos dice que platicarán todos los de La Cieneguita y tomarán una decisión, si regresarse o permanecer en el albergue de Choix, en donde la prensa local les dio el carácter de desplazados por la violencia, aunque a ratos Santos se justifica que no es tan así el problema: se trata de pleitos por la tierra, no por el narcotráfico, aunque reconoce que allá arriba “no hay más que hacer que sembrar mariguana”.

V
Pero el desplazamiento es un drama que de verdad se vive en la sierra de Choix, y es algo que el alcalde Juan Carlos Estrada Vega reconoce. Y admite que las pugnas por territorios en los que sembrar mariguana son fuertes y han dejado una estela de violencia en los altos, que contrasta con la pobreza de sus comunidades, que por más mota que siembren nunca salen del atraso y las penurias. Este año, incluso, dice que fue difícil superar la sequía, pero hoy que llueve uno puedo beber de los arroyos que resbalan por todo el camino cuesta arriba.
-Son unos pocos los que se quedan con las ganancias –dice.
El Saucillo es una comunidad que está a media hora de La Cieneguita de Núñez, y cuyos habitantes fueron abandonando gradualmente, al grado que hoy en día es otro pueblo fantasma.
Cuenta que el último sobreviviente era un viejito que se había negado a marcharse, pero que en la víspera de la balacera en La Cieneguita, escuchó disparos y bulla en la comunidad de El Corral Quemado, más pegado a Chihuahua.
Cargó con lo que pudo ya muy tarde, pensando que los pistoleros llegarían a El Saucillo, y emprendió la huida hacia La Cieneguita.
Por eso se esparció la noticia de que El Corral Quemado había sido tomado por cientos de sicarios, cosa que a los días desmintió el gobierno. Sí hubo balacera, mas no muertos, aseguraron. En este pueblo aún hay habitantes, pero también poco a poco ha ido quedando desolado.
“A diferencia de La Cieneguita de Núñez, las otras comunidades sí han ido quedando solas debido a la violencia de los grupos del crimen organizado”, refiere el presidente municipal.
En pocas palabras, el crimen organizado ha desplazado a los habitantes de las comunidades de La Judía, Real de Blanco, el Zapote de Madriles, La Ladrillera, entre otras que conforman la frontera con Chihuahua.
Y es que grupos de la delincuencia organizada que operan del lado de Chihuahua y los de Sinaloa en ocasiones entran en pugnas por los territorios más preciados para sembrar el enervante cotizado.
Ese fue el caso de la guerra que estalló el año pasado durante la primavera, allá por la sindicatura de Bacayopa.

VI
Nadie supo el número de muertos. Unos hablaban de 40, otros de 30 y los más optimistas de 18. La cifra oficial quedó en unos 11, pero eso poco importa porque muy pocos fueron a reclamar a sus muertitos, y los más dejaron que se pudrieran en el fondo de un barranco.
Por los caminos vecinales, que desde el espacio en el Google Maps se observan como una telaraña entre las montañas, ingresaron decenas de hombres armados, la mayoría en patrullas clonadas de la Policía Estatal y del Ejército Mexicano.
Por eso cuando llegaron hasta Bacayopa nadie dijo pío sino hasta que intentaron robarle la plaza a un tal Adelmo Núñez, operador de Joaquín “el Chapo” Guzmán en esta zona de Choix.
La balacera comenzó una madrugada de abril del 2012. Se extendió por días y laderas. Entró el Ejército al quite, y todo acabó de manera confusa.
“Ya no hay camino tranquilo por Bacayopa”, cuenta el alcalde.
La explicación sobre esta guerra desatada en pleno corazón del llamado Triángulo Dorado es que grupos armados dedicados a la siembra de mariguana oriundos de Sonora y Chihuahua se aliaron para arrebatarle la región a los hombres que controlan la parte de Sinaloa.
Pero los sinaloenses defendieron la plaza, ayudados en parte por la milicia, que sufrió la baja de un copiloto del helicóptero que fue a recoger un herido durante el combate.
Cientos de familias se han marchado por todos lados. La mayoría son invisibles para la oficialidad debido a que se dispersan en la cabecera, en otros municipios, incluso abandonan en estado. No quieren saber de lo que pasa allá arriba.

VII
Por eso insisten en que lo de La Cieneguita de Núñez es otra cosa. Algo que no tiene que ver con los grupos criminales que gobiernan la sierra.
Lo que pasó en esta comunidad fue visible porque el lunes en que ocurrió el tiroteo, más de 30 personas tomaron lo que pudieron, se subieron a las patrullas de la policía y pidieron apoyo al municipio.
El miércoles siguiente el resto de los habitantes hablaron que ellos también querían irse. Ponciano Muñoz explica, ya en el albergue, que él dejó su casa porque su mujer ya no estuvo a gusto, creyendo que en cualquier momento volverían los Quiroces y los Juanes, esta vez sí a matar a la gente.
En total fueron más de 140 personas las que dejaron el pueblo. La mayoría se quedó en el albergue de la primaria 20 de Noviembre. Otros se dispersaron entre familiares y conocidos.
El miércoles 7 de agosto, el calor aprieta en Choix. Como se dice popularmente que la cabecera está en “un hoyo”, esta parte de Sinaloa suele ser la más caliente de los 18 municipios.
La alta sierra Madre Occidental, que nace en Sonora, impide que los vientos templados que se crean en la serranía de Chihuahua no bajen hasta acá, lo que en esta temporada del año la convierte en un horno.
Los rarámuris de La Cieneguita de Núñez soportan el calor con estoicismo, bajo la techumbre de lámina galvanizada de la escuela. Un curioso orden se aplica en su organización comunal. Las mujeres más ancianas, ataviadas con vestidos tradicionales, se afanan en los quehaceres: la comida, el aseo de la ropa, la administración de la despensa.
Una docena de niños juegan en las canchas y en los patios del plantel, y las mujeres de mediana edad se ocupan en el ocio o en labores del albergue.

Los viejos se entretienen en la plática. Hablan poco, y muy bajito. Cuando se le pregunta al gobernador indígena si tienen ganas de regresar, sonríe y deja descubierto unos dientes en mal estado, y ese hueco en mitad de la dentadura, pero atina a responder:
-Nos morimos por regresar, ya queremos atender nuestras chivas, estar con nuestras cosas.
Se entiende que estas personas toda la vida la han pasado allá, entre cerros, nubes y memorias. Los pies ligeros que han recorrido veredas y descubierto manantiales. Por eso se aferran a la tierra, esa que sus plantas han trazado como mapas inmemoriales y que sus manos han labrado echando raíces.
-Esa gente quiere que nos vayamos, pero tenemos toda la vida viviendo allá arriba y así nos gusta, es nuestra.
El murmullo del albergue se revienta en una reverberación de moscas. Aquí están los desplazados, dispuestos al regreso.
Martín Durán/La Pared