Cuántos de los tuyos han muerto. Entrevista a Eduardo Ruiz Sosa

Por Sergio Ceyca

Cuando Eduardo Ruiz Sosa regresó a Sinaloa, hace cuatro años, lo hizo acompañado de Anatomía de la memoria. Ésta era una novela que había sido publicado por una editorial española independiente llamada Candaya. Ahora que ha regresado a España, tras cuatro años, acaba de aparecer su más reciente libro: Cuántos de los tuyos han muerto.

Con portada de Sara González Cisneros, artista plástica sinaloense, este libro marca un sorpresivo retorno de Eduardo Ruiz Sosa al cuento. Su primer publicación fue La voluntad de marcharse (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008) y también estaba compuesto por cuentos pero Ruiz Sosa no volvería a acercarse a este género ni en Anatomía de la memoria ni en Primera silva de sombra (Random House Mondadori, 2018), éste último siendo de crónicas.

Para saber más del libro, su proceso creativo y lo que significó para él, hablamos con Eduardo Ruiz Sosa.

–Tu primer libro es tan bien uno de cuentos (La voluntad de marcharse), posteriormente publicaste Anatomía de la memoria, que es una novela. ¿Cómo decidiste volver al cuento?, ¿de qué tratan los cuentos que componen Cuantos tuyos han muerto?

No fue una decisión, no al menos en el sentido de un proyecto o de un plan de escritura. Este libro, Cuántos de los tuyos han muerto, fue una escritura de necesidad, un fogonazo, una serie de textos que debía escribir porque el momento que estaba viviendo y que había vivido recientemente me lo exigió de esa manera. No fue, como habitualmente se dice, para descansar entre un proyecto extenso y otro. Tampoco voy a hacer una defensa o una apología del género. Simplemente las historias eran así de breves, se ofrecían de esa manera, los personajes se desarrollaron en un terreno breve, y entonces escribí. Fue, en un principio, como una suerte de delirio. Cada historia, cada fenómeno, cada personaje, tiene su modo de ser estructurado, su aproximación, y en este caso esas historias habían de ser aproximadas desde la brevedad.

Los cuentos, como señala el título, abordan la muerte. Distintas formas de la muerte. O distintas maneras de tener una proximidad con la muerte y de ser un residuo vivo de la muerte, es decir, ser no el testigo sino la sutura, el que padece la sutura de la muerte o la sutura a la que la muerte nos obliga. En casi todos los relatos hay un componente familiar, un asunto de íntima relación familiar. Pero también hay cuestiones sociales, de un contexto cercano o actual, podríamos decir. La violencia de género, la migración, las desapariciones del México contemporáneo, son asuntos que aparecen en algunos de los relatos. La enfermedad, que es un tema que siempre me ha atraído que del que siempre escribiré, así como la memoria, también están presentes.

Creo que el libro no es únicamente un libro de duelos, o de un duelo personal, sino una manera de pensar y repensar, al menos para mí así lo es, nuestro lugar de sobrevivientes en un mundo, que es el que hemos construido hasta ahora, donde la muerte ya no parece el misterio por excelencia de lo humano.

Creo que en cierto sentido también eso me llevó a escribir algunos de los textos de este libro: la muerte, como único fenómeno en el que somos insustituibles, ha dejado, al parecer, no solo con el cine y la ficción o las series actuales, sino con el panorama noticioso y el creciente amarillismo de los medios de comunicación con respecto a la imagen de la muerte violenta, decía, pues, que la muerte ha dejado de ser, me parece, ese misterio insondable, como si en estos tiempos, la sobreabundancia de imágenes nos hicieran pensar en un cierto carácter ficticio de la muerte, hasta que, de golpe, nos encontramos con ella en sus cercanías más intensas.

Pero incluso entonces hay una especie de descreimiento de la muerte y sus potencias. Volver a pensar en la hondura de la muerte, en sus implicaciones para con los sobrevivientes, para esos próximos murientes, que decía Blanchot, es lo que me interesaba en este libro.

–Anatomía de la memoria fue publicado en España y luego, durante unos años, volviste a Sinaloa una temporada. ¿Cómo fue el regreso a tu tierra y de qué manera se filtra esto en el libro?

No fue una temporada. Fueron cuatro años. En cuatro años la vida cambia una barbaridad. Por una parte la experiencia, el trabajo en la universidad y en el Instituto de cultura, los proyectos de promoción de la lectura y de talleres de escritura han sido maravillosos. Conocí personas que siguen en mi vida y que quiero tener cerca, escritores y lectores jóvenes, artistas varios, que, en otras circunstancias, en otra ciudad o en otro país, le cambiarían el rostro a cualquier década, a cualquier siglo.

Pero la violencia, la muerte, la corrupción, son insalvables. ¿Cómo hacer frente a eso? Ciertos egoísmos, ciertas indolencias, una enorme inercia por hacer las cosas sin cambiar, por segregar y destruir han hincado el diente ahí. Es muy complicado cambiar algo. Pero debe intentarse. Yo formé parte de ese intento y esos cuatro años fueron agotadores y destructivos para mí, en muchos sentidos. Fueron, también, años de aprendizaje y de lucha. Y la lucha siempre es necesaria, aunque sepamos que está perdida o que los triunfos son, en apariencia, mínimos.

Todo esto está en el libro. Siempre está. La realidad no se filtra en la literatura. La realidad es la literatura. No hay diferencia salvo el hecho de un orden que existe en lo literario y no en lo real. Eso es la ficción, el proceso de concebir un orden, un lenguaje, un modo de decir que de alguna manera es la estructura que necesitamos para aprehender lo real. Esa estructura cobra multitud de formas: desde la religión hasta las ideologías, desde la música hasta la literatura, todas son estructuras para aproximarnos de alguna manera a los fenómenos que suceden a nuestro alrededor y que nos ocurren. Cuántos de los tuyos han muerto, como los otros libros que he escrito, son búsquedas de esas estructuras, diferentes para cada racimo de fenómenos.

La editorial Candaya ha iniciado su distribución en México, ¿qué libros recomiendas para los lectores mexicanos y por qué?

Todos, desde luego. No recuerdo con precisión cuáles han sido enviados a México, pero haciendo un pequeño rastreo en las redes sociales y con un poco de memoria, pienso en estos, que no son pocos. Están los libros de Mónica Ojeda, la mejor escritora ecuatoriana hoy en día, para mí, Nefando y Mandíbula, que son libros extraordinarios de una autora con un talento increíble y con una capacidad de construcción del lenguaje y de las ideas que es avasallador. Un final para Benjamin Walter, de Álex Chico, es un recorrido espectacular no solamente sobre los últimos días de vida de Walter Benjamin en Portbou, sino también sobre la migración, los pueblos abandonados, las fronteras nacionales y las fronteras íntimas. Un libro bellísimo, en realidad.

Terroristas modernos de Cristina Morales, la ganadora más reciente del Premio Herralde con Lectura fácil, es una novela donde la oralidad se enloquece y logra cotas altísimas. De Aitor Romero Ortega está Fantasmas de la ciudad, un libro lúcido, una forma de narrar con asiento en una prosa de cadencia poética, y lleno de personajes poéticos también. En Noche que te vas, dame la mano, de Mario de los Santos, hay un grupo de personajes destruidos por la vida y el deseo, por eso que nos destruye a todos, un libro, sin embargo, lleno de redenciones, un gesto que a mí me parece envidiable porque a veces pienso que la redención es imposible, pero Mario, que sabe que la redención es la lucha, me lo recuerda de tanto en tanto.

Familias de cereal, de Tomás Sánchez Bellocchio, que fue presentada hace unos meses en la Ciudad de México con comentarios de Eduardo de Gortari, es el libro de un cuentista fino, que ha sabido subvertir una tradición cuentística tan brillante como la argentina y que logra relatos, como “Interrupción en el servicio”, que para mí están a la altura de “Casa tomada”, de Cortázar. Del peruano Sergio Galarza hay dos: La librería quemada y Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, dos libros muy intensos, sobre todo el segundo, que es una novela sobre la muerte de su madre, un libro que a veces pienso que me habría gustado escribir porque me habría gustado vivir, con esa posible calma y ese tiempo dado de los que se van porque la vida se les escapa, la muerte de mi propia madre.

Hay dos monumentos: El anticuario, de Gustavo Faverón, hoy finalista de la Bienal Vargas Llosa con Vivir abajo, otro libro que ya está por aparecer en Candaya, y El espectáculo del tiempo, de Juan José Becerra, dos autores sólidos, complejos, de un mundo propio enloquecido y con una capacidad técnica que sólo los grandes autores tienen. Tener una vida, de Daniel Jándula, es una novela breve, una joya sobre la duda y el misterio de la indecisión, un libro que, creo, en el actual estado de cosas en México con respecto a una juventud sin horizontes, es imprescindible.

Y El futuro, de Bruno Montané Krebs, la poesía reunida de uno de los poetas más impresionantes que hay hoy en día. Un libro imprescindible: no es el libro de un infrarrealista, como se dice, aunque Bruno lo fue, o lo es en espíritu, en una esencia de lo irreverente y lo resistente, es un libro en el que uno puede ver, de inmediato, que la poesía es un eje vital indispensable, es uno de esos escasos libros que a uno le enseña a vivir, a vivir mejor, a comprender mejor por qué esto, la vida, su condición efímera, el amor que sentimos por algunas cosas, pocas, tal vez, pero algunas, que existen y sudan y gritan, ese amor, es, justamente, lo que hace posible que podamos enunciar el futuro, lo que viene, lo que no deja de llegar, aunque nos golpee como una ola o como un dardo en el pecho.

Y hay más libros, más autores, porque Candaya es más que la suma de todos esos títulos. Candaya es esa resistencia, ese no dejarse llevar, esa isla sin orillas en la que muchos, que estábamos solos, perdidos, naufragados, nos dimos cuenta de que en verdad somos una casa, un archipiélago, un laberinto.

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