Crónica. Vida de busker

Crónicas urbanas

Por Martín Durán

Anastasio Loaiza ha aprendido a olisquear las buenas rutas como si se tratase de un río para pescar. Un vistazo a un potencial público en los asientos le indica cuánto dinero recolectará, qué tipo de rolas interpretará.

Mide con el instinto que le ha dado 10 años de felices rutas urbanas el humor y la temperatura de la gente. Si en el camión van puras señoras, entonces sabe que con José Luis Perales las conquistará.

En cambio, si llega el día de sábado para los albañiles de las obras de la ciudad, un buen corrido o un popurrí de los Credence bastará para moverlos a depositar algunas monedas en sus bolsillos.

“Ya sé que camión me dejará dinero, hasta puedo decir cuánto ganaré por cantar en determinada ruta”, cuenta este joven busker de 29 años, que un día decidió abandonar su comunidad de Eldorado y dirigirse a este Culiacán de bohemias y vida suburbana.

A veces, los días de la ciudad son tristes; se van en cervezas y horas de billar. De vez en cuando, al Tacho me lo encuentro por el rumbo del Spartakus, en donde me cuenta, entre golpe limpio de bola, pifia de mal remate y claros bandazos sin destino, que su vida ha sido un constante ir y venir por aquí y allá.

Viene de una familia de guitarristas. Su abuelo en su juventud aprendió el rasgueo de la lira, y se lo transmitió a su padre. En la más pura adolescencia, el Tacho observó los acordes que entonaban sus mayores, música campirana y regional.

“Ver a mi papá tocar la guitarra, la coordinación entre los dedos para el rasgueo y formar los acordes fue una fascinación; pero fue hasta la prepa que decidí comenzar a tocar la guitarra”, refiere.

El espectáculo de ver cómo se movían las manos a los compases de la lira le imprimió un aire de misterio. A los 14 años fue cuando tomó las primeras lecciones.

Cuando el Tacho vio la película de La Bamba, que recobra la vida de Ritchie Valens, marcó su destino con el signo de la música y del viaje, y le abrió un mundo por delante con guitarra en ristre y voz en cuello.

En Culiacán vivió con una de sus abuelas, mientras estudiaba la preparatoria y trabajaba en un supermercado. Esos años iniciáticos de un busker que asegura que no quiere hacer otra cosa más que andar de pata de perro.

tacho 2

La educación sentimental

De niño su madre escuchaba rock en inglés, Bee Gees, The Beatles y los Credence, pero también la voz edulcorada de Air Supply, y el gustó se lo pasó a él que ya entrado en lecciones de guitarra comenzó a tocar estas rolas.

Un día iba con su lira en un camión rumbo al trabajo en un supermercado cuando subió un cantante callejero. Interpretó una canción que desde hacía días quería aprenderse pero la falta de pericia se lo impedía.

El hombre de la guitarra en breves pasos le mostró como tocarla y de paso se ganó unos pesos en la ruta.

“¿Por qué no te vienes a tocar a los camiones?”, le preguntó.

Pero a sus 16 años al Tacho le parecía algo innoble para un músico. Sin embargo lo convenció, y a los días ensayaron un breve repertorio, y se fueron a las rutas. Ese día en pocas horas obtuvieron 400 pesos de propina.

Era el 2003 y no había nada que hiciera pensar que el mundo se iba a terminar.

“Piénsala, la gente cree que no sale dinero, pero no es así”, le aconsejó y le dio todo el dinero ganado.

El trabajo en Tienda Ley le daba apenas 60 pesos diarios. De modo que se animó a aventarse a las calles.

La primera ruta que eligió torpemente lo hizo por motivos egoístas: no quería que ningún conocido lo viera limosneando. Más tarde se fue habituando y hasta le pareció artístico.

“Es un oficio muy criticado por la sociedad, y con las relaciones sentimentales es uno de los principales problemas; la gente quiere un trabajo normal, su casa de Infonavit; pero no quiero dejar esta vida”, reflexiona.

El Tacho ahora habla de sus novias, de aquellas que le pidieron dejar la cantada en los camiones, las vagancias por el país, a cambio de eso que las mentes reformadas llaman una vida estable.

Tenía 17 años cuando una mujer lo llevó sin más al restaurante de comida china China-Loa, ubicado por Donato Guerra en el Centro. Sin ningún formalismo, bajado de un camión urbano, lo presentaron con el dueño del equipo de sonido y comenzó a cantar cinco noches por semana.

“Ahí comencé a adentrarme en la vida bohemia de Culiacán”, dice.

Una noche, la cantante del restaurante se lo llevó a un bar ubicado en el sótano del hotel Francis, por Mariano Escobedo. Hacía frío y el Tacho llevaba puesta una chamarra.

Al bajar las escaleras, entre humo, botellas y aromas de humedad conoció a Juan Jiménez y a Anabel Olivas. Esa noche interpretó la única canción de trova que se sabía: Santa Lucía.

Con el paso de los años, el Tachó formó parte de una banda de rock que tocaba en el Brodway allá por el rumbo del Tres Ríos, pero nunca abandonó las calles, los camiones.

“Canto lo que me gusta y que además le guste a la gente, el del juglar es una de las profesiones más antiguas”, refiere.

Los viajes

La primera vez que salió de ciudad en ciudad, con esa mágica representación del juglar moderno en la cabeza, el llamado busker, fue en el 2008. Esa sensación de viajar por el país con un solo instrumento, y que con nada más el puro talento ganarse la vida lo tiene inundado.

En el Distrito Federal, por ejemplo, ha llegado con tres mudas de ropa y su guitarra, pero sabe en qué calles tocar en el Centro Histórico donde los transeúntes lo remunerarán.

“Yo he cantado en todos los medios de transporte, en camiones urbanos, camiones de línea, en barco una vez hacia la Isla de la Piedra y una vez en pleno aire en un avión en el que regresaba después de irme por las ciudades a llevar mi música”, cuenta el joven músico.

Y sí, todavía sigo viendo al Tacho después de estos 10 años con la guitarra a cuestas, y con un montón de melodías en voz en cuello.

Ahora canta dos veces por semana en el Peor para el sol, en donde a menudo lo veo y le pido rolas de Enrique Bumbury. También va a otros bares donde suele llevar su música.

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